jueves, 3 de enero de 2008

EL HUERTO DE LA ABUELA.


Palabras preliminares.


El huerto de la abuela es un grito profundo de una cultura extinguida y que hoy solo quedan algunos testimonios: caminos profundos que bordean las faldas de los cerros, piedras apiladas en pircas de huertos y corrales, pirquenes, árboles que se resisten a morir y un desierto que al recibir la caricia de una lluvia fugaz extrae desde sus profundidades el brote de la semilla dormida.
Aún se escucha el grito en el desierto, grito que es eco entre las quebradas y los cerros, es un grito de amor a la tierra y a sus profundidades de malaquita.
Fue la naturaleza que dio forma a la cultura de los arrieros, los hermanó con los cerros, con el rescoldo, la churrasca, al arrope de higo, les regaló la vertiente para saciar su sed y compartirla con sus animales, les mostró el rostro de Dios en cada detalle, noches oscuras y estrelladas, amaneceres luminosos acariciados por la camanchaca, tardes soleadas y vuelo majestuoso de plumas y trinos.
La naturaleza con el hombre, su mujer y sus hijos formaron una sola unidad: La unidad del amor, amor que aún se puede percibir en medio del silencio del desierto.

Camino bajo el sol
Abrazador del desierto,
un sendero largo
me lleva al encuentro
con mi casa de barro
el pimiento sombrío
sus corrales de pirca,
el pozo, su huerto.
no queda nada, nada
todo es recuerdo,
hasta el viento tiene olor
a recuerdos,
recuerdos de mi madre
trabajadora y buena
mi padre cortando leña,
los gritos de la Elvira
y los pájaros
jugando en las esteras….


I

Las brisa de septiembre empieza a invadir con aroma de flores silvestres a la majada de Cachiyuyito, los amancay, las algarrobillas y los palos negros compiten con sus mejores colores, las ramas de los pimientos oscilan perezosamente al compás del viento, el verdor de los cerros son el testimonio de una lluvia fugaz, fértil y milagrosa. En el huerto los perales florecen abundantemente, sus ramilletes blancos y perfumados invitan a los insectos a un festín de néctar, la vida se multiplica y se relaciona entre los árboles y plantas, las acequias regalan agua fresca a todos los rincones, en sus orillas, florecen claveles, calas, y humildes violetas. Un alacrán misterioso se desplaza velozmente llevando su aguijón preparado para un ataque certero y fugaz, entre las matas de orégano se encuentra con su víctima que duerme desprevenida, se detiene, da pasos sigilosos, un movimiento rápido y la estocada, su presa se contorsiona, trata de levantarse pero se desploma.
Debajo del Romero Castilla la rosa y el Tiburcio, dos eternos enamorados que han pasado todos sus años en el huerto. Ellos están encargados de espantar a los pájaros para que no se coman la fruta madura, por lo que siempre permanecen atentos y vigilantes.
Tiburcio, es de contextura gruesa, cara redonda, ojos verdes y pelo amarillento, viste un pantalón negro con rayas blancas y un gran parche en la rodilla, se sujetan a su cuerpo por un tirante solitario que atraviesa en forma diagonal su pecho, de su camisa blanca sobresalen seis botones grandes y desteñidos, calza calamorros con cordones largos, gruesos y de colores indefinidos.
La Rosa, de contextura pequeña, su pelo negro le cuelga hasta la cintura, lo mantiene siempre ordenado y sujeto por un pañuelo azul con blondas amarillas, viste un vestido rojo de percala, blusa floreada y al igual que su compañero una chupalla de ala ancha y desteñida.
La Rosa y Tiburcio son hijos de la abuela Meche, ellas los creó con sus manos fuertes y generosas, los hizo de palo y paja y los llevó a vivir al huerto, los ubicó en el lugar que a ella más le gustaba, debajo del Romero Castilla, donde la vida se mezcla con el bullicio de la vida. La abuela los visita todos los días, los acicala, los arregla, los ama como ellos la aman a ella. Cuando el padre sol se anuncia con el alba luminosa, escuchan su voz lejana llamando a las gallinas, a los perros, observan con curiosidad el humo blanco que sale danzando por la chimenea, les llega el olor a pan fresco, charqui asado y huevos revueltos. La voz de la abuela los pone contentos y sólo el canto de las diucas los devuelve a su trabajo, tienen que espantar a los pájaros que picotean la semilla, la fruta o los retoños de los árboles. Es la gran misión que se les encomendó, hasta se divierten asustando a los pájaros, en realidad los pájaros nunca se asustan, pero sienten tanto cariño por ellos, que se hacen de lo más asustadizos, otras veces juegan a mirarse en el agua que corre mansamente entre los jazmines, las albahacas, la hierba buena, la congona y el perejil, los pajaros también bajan al agua y se dan refrescantes chapuzones, se zambullen, aletean hasta quedar convertidos en ovillos de plumas mojadas.
En algunas ocasiones llegan al huerto bandadas de pájaros peregrinos, cansados, con hambre y sedientos, Tiburcio les indica el camino al pozo e invita a la Rosa a disfrutar de una refrescante siesta para que estos emigrantes; sin que ellos los vean; puedan saciar su hambre con alguna fruta jugosa.
Así van pasando los días en el huerto, los saltamontes vigilados por las arañas y éstas a su vez tejiendo, todo el día tejiendo y vigilando, las lombrices de tierra fabricando humus y abonando el jardín , las rosas coqueteando con los lirios ante las miradas suspicaces de los claveles envidiosos, trinos, zumbidos, croares y gri - gri - gri… llenan de música y dinamismo al huerto de la abuela..
Con la llegada de la noche todo cambia, los rayos de una luna enamorada se reflejan en las hojas de la naturaleza y en el agua, abrazan a los árboles y los transforman en sombras, el primer encuentro del viento con las ramas, a veces suaves, otras veces violento, conversan o discuten, los depredadores nocturnos se desplazan en silencio en busca de una cena, la noche es competencia, voces fantasmales, crujir de ramas y aleteos de pájaros somnolientos. Tiburcio y la Rosa duermen plácidamente.
El aclarar del cielo, el primer canto lejano de un gallo desafinado y bandadas de pájaros errantes anuncian el despertar de un nuevo día, se escuchan cantos, gritos, trinos, balidos y la voz de la abuela a lo lejos. La Rosa; como siempre; contenta, apegada a su compañero, le toma las manos y se deja acariciar, le encanta el aroma de las flores silvestres que en sueños le regala Tiburcio, él ha sido su compañero durante toda su vida y en su corazón lo acoge con mucho cariño, le complace todos sus deseos, cuando hace mucho calor invita a la brisa para que lo refresque, por su parte Tiburcio también vive enamorado de la Rosa, en el día le comparte sus sueños y en la noche la acoge con cariño para que disfrute de un largo descanso, otras veces, hace trato con los yales, los que pueden picotera una fruta a cambio de un coro de trinos para su amada. Su amigo el viento, recoge el perfume de los narcisos y lo impregna en el cuerpo delicado de la Rosa.
Esta mañana, como muchas mañanas tiene olor a primavera, el sol ha empezado a iluminar la cima de los cerros, las volutas de humo blanco salen danzando por la chimenea de la cocina, a lo lejos el ladrido de un perro pastor, el cacareo de las gallinas perseguidas por un gallo enamorado, el canto del agua en las acequias y los moscardones zumbando. La Rosa está inquieta, su mirada no se aparta de la puerta del huerto y una sonrisa nerviosa acompaña a los fuertes latidos de su corazón de paja cuando ve aparecer a la abuela, a ella como siempre se le ve contenta, en sus manos una chupalla nueva para Tiburcio y un delantal recién planchado para la Rosa.
- Buenos días hijos. - saluda con mucha amabilidad
Ellos muy contentos tratan de responder, pero de sus bocas no sale ni una sola palabra, pero sus cómplices miradas lo dicen todo.
Hoy he venido a darles una noticia, como ustedes saben, mi viejo está enfermo y muy lejos de aquí, en un lugar que le llaman ciudad. Mañana viajaré a verlo., él se encuentra en la casa de mi hijo Segundo, quien me ha invitado a pasar unos días con él, incluso me ha propuesto que me quede a vivir con su familia. Ahí veremos que pasa, si me acostumbro me quedo, si no, me devuelvo… después de todo esta es mi tierra, aquí me enamoré de mi viejo, juntos amasamos el barro, empalizamos el Churqui y construimos nuestro hogar, recibimos a nuestros hijos, plantamos los pimientos, el algodón, los duraznos y los cipreses, desde el cerro trasladamos muchas piedras para construir los corrales y este huerto, esta parte del desierto me pertenece, y yo le pertenezco a él… y a ustedes; hijos míos, los extrañaré y los echaré de menos, deben cuidarse y en mi ausencia deben seguir cumpliendo con su trabajo. Observen, los perales están en flor, pronto cuajará la fruta y serán muchos los pájaros que tendrán apetito de ella.
Se produjo un gran silencio, la abuela los observa, les arregla las chupallas y los acaricia con su mirada, a la Rosa la peina y a Tiburcio le abrocha un botón. Ha pasado mucho tiempo y sigue junto a ellos.
Desde que quedé sola ustedes han sido la compañía más hermosa que he tenido, los voy a extrañar mucho, me gustaría llevarlos conmigo, pero no puedo. Ustedes durante mi ausencia deberán cuidar el huerto y cuando vuelva les traeré ropa nueva.
Nuevamente el silencio, se pone de pie delante de ellos y los observa pacientemente, luego se acerca, los abraza con fuerza y les estampa un beso, es un beso tierno, cálido, lleno de amor… un beso de despedida.
Se acerca de nuevo a sus muñecos, los vuelve a limpiar, los peina con esmero, los acomoda, les da el último beso, gira y mira sus plantas e inicia un lento caminar por entre los árboles, con cada uno tiene una historia distinta, un recuerdo, los ha podado, injertado, regado, cosechado la fruta, descansó bajo sus follajes generosos cada vez que se encontraba fatigada, en realidad junto a estos árboles había envejecido, las higueras con sus troncos blancos como su cabellera se cimbran armoniosamente. Recorre con su mirada todo su huerto, cada planta, cada semilla que allí se encuentra ha sido producto de su trabajo y amor por la naturaleza, con la agilidad de siempre, a pesar de sus años, toma rumbo al pozo, contempla el agua cristalina, la lama que danza en la orilla y sus animalitos, las ranas verdes y gordas la reciben con un croar, los grillos saltan de un lado para otro y una tenca apaga su sed. Es su pozo, cavado con sus manos en un tiempo que ya no recuerda, le encanta escuchar el ruido del agua y el croar de las ranas, es un lugar muy fresco y tranquilo donde compartió muchas horas con sus hijos y su esposo.
La abuela, después de abandonar el huerto, se pone su vestido dominguero y la chupalla de ala ancha, ensilla la mula y toma el camino, ese que pasa por detrás del huerto. La Rosa y Tiburcio la ven alejarse en silencio, en lo alto se detiene y con su mirada busca a sus guardianes, ahí están como siempre uno al lado del otro, levanta su mano izquierda como una señal de despedida, le parece que ellos hacen lo mismo.
- Debe ser el viento - piensa - que hermosos se ven mis niños.

Mira nuevamente, ahora contemplaba su huerto, las higueras retorcidas, los viejos perales, las matas de algodón, las tunas… sus flores cuidadas con esmero, el reflejo de la acequia como un espejo, ha quedado la compuerta abierta, no importa. También están los músicos del huerto, en bandadas los pájaros revolotean sobre Tiburcio y la Rosa. Su huerto es vida y amor, todos conviven en completa armonía. talonea a la mula que comienza de nuevo a caminar perezosa por el camino polvoriento.
Cuando la Rosa recibe el saludo de la abuela Meche, siente en su pecho, que su corazón de paja se aprieta fuertemente, recuesta su cabeza en el hombro de Tiburcio y no aparta su mirada del camino hasta que la figura maternal se pierde detrás de la loma. Mientras tanto Tiburcio derrama una lágrima de dolor que se desliza lentamente por su camisa alba y cae como un cristal en la tierra húmeda, baja la vista y clava la mirada en el piso, así permanecen hasta que los sorprende la hora de la oración.
Una vez que la abuela pierde contacto con su suelo, enfila por el camino y retrocede en el tiempo. A esta tierra había llegado siendo muy niña, cautivada por unos ojos verdes y un pelo castaño que la habían hecho seguir en silencio al amor de su vida. Con sus manos construyó la casa, los corrales y el huerto, revivió las higueras y perales abandonados, siguió a la humedad y encontró la vertiente, excavó la tierra y nació el pozo, multiplicó la majada, a su amor le parió siete hijos con los cuales siguió construyendo. Ella fue siempre el centro de esta numerosa y humilde familia, nunca tuvo preferencias por ningún hijo, para ella todos eran iguales, en la acogida, el cariño, el trabajo y las responsabilidades, les enseño a enfrentar el mundo con honestidad y respeto. Sus hijos la amaban como ama el corazón al sentimiento, siempre con ella, al lado de ella, recibiendo cariños o algún higo seco que guardaba en los bolsillos de su delantal, hasta los animales la buscaban, todos eran sus amigos. no, todos eran sus hijos, y a todos los protegía y los retaba, la abuela siempre rabiaba, se levantaba rabiando con el perro, el gato, las gallinas, el primer hijo que se le ponía por delante en fin… era su característica, si ella no hubiese rabiado no habría sido la abuela Meche, a los que nunca retaba era a la Rosa y al Tiburcio por ellos sentía un cariño especial, los amaba demasiado, no es que a los demás no los amara, el regalo más hermoso que ella dejó fue una herencia en el amor.
Ahora parte, como partieron sus hijos, lleva con ella su mula y una bolsa de llena de recuerdos, deja atrás su vida entera, pero pensaba volver.
- Iré a cuidar a mi viejo y cuando se mejore volveremos y podré alimentar mis codornices, mi perro pastor, le quitaré la sed a mis cabras, regaré mis flores, los árboles y les cambiaré ropa a Tiburcio y a la Rosa le tejeré un lindo chal para que pase el próximo invierno.
Y la abuela Meche se pierde junto al silencio del desierto.


II

Se terminan los días calurosos, el viento del sur empieza a desvestir a los árboles hasta dejarlos completamente desnudos, la maleza cubre a las violetas, las golondrinas emigran y la camanchaca con su abrazo de humedad le quita la sed al reseco jardín. Tiburcio y la Rosa; desde que vieron partir a la abuela; empezaron a experimentar un profundo sentimiento de dolor y pena, aunque Nunca han perdido la esperanza de que ella volverá. El trabajo que con tanta motivación siempre habían cumplido, ahora casi no lo realizan, permanecen uno al lado del otro, desde que despunta el sol hasta que los invaden las sombras, sus miradas siempre en una misma dirección hacia el camino polvoriento, por donde un día se perdió la abuela, son miradas llenas de esperanza pero también de tristeza.
El tiempo pasa lentamente y empiezan a suceder algunos acontecimientos que a ellos no les gustaron. Al poco tiempo de la partida de la abuela, llegaron muchas personas que se reunieron debajo de las higueras, prendieron fuego, comieron asado y bailaron cuecas al compás de una guitarra desafinada. Un grupo de niños se dedicó a correr y pisotear todo lo que encontraba, rompieron ramas y cortaron flores que después abandonaron por todas partes, ensuciaron el agua, lanzaron piedra a los pájaros y a las mariposas las sujetaban por sus alas. Al otro día partieron tan ruidosamente como llegaron, pero junto a ellos se llevaron el ganado y desde la casa sacaron muebles y a las gallinas las encajonaron. Una puerta que quedó abierta empezó a gemir y después a jugar con el viento, las esteras se descolgaron desde el techo de la ramada y nuevamente el silencio.
Tiburcio pensó que solo era un sueño y al despertar todo sería como antes, con el escorpión entre el orégano, el olor a hierba buena y madreselvas, las arañas vigilando y tejiendo. Pero no, no era un sueño, y sintió tanta pena que se dejó caer entre la maleza, la Rosa al verlo se tendió junto a él esperando iniciar un sueño infinito.
Los cuerpos de Tiburcio y la Rosa empezaron a resecarse y la blusa floreada de ella se puso blanquecina, los pájaros que antes los respetaban ahora buscaban entre sus cuerpos la paja para sus nidos.
El polvo se hacía polvo y Tiburcio agonizaba lentamente junto a su amada. En una mañana en que coquetas brisas jugueteaban en el huerto abandonado, unas manos poderosas levantaron a Tiburcio y lo llevaron a la sombra de las higueras, después hicieron lo mismo con la Rosa. Ellos en su agonía observaron dos rostros difusos… ninguno era el de la abuela.
- Pobrecitos, si mi mamá los viera en este estado se muere de nuevo, hay que ayudarlos.
- Si, contesta la voz de un hombre, usted encárguese de eso, mientras tanto yo empezaré a cortar el pasto y regar el huerto.
Es el arriero Agustín que junto a su mujer la Feli han llegado a suplir la ausencia eterna de la abuela Meche, levantarán las pircas caídas del huerto, los corrales, limpiarán el pozo, amansarán la tropa y multiplicarán una nueva majada.
La Feli, con el mismo amor y cuidados de su mamá, acoge y repara a los centinelas de la fruta, les habla, les regala cariño, les devuelve el brillo a sus miradas, parte de sus alegrías y les busca un nuevo lugar , ahora debajo del pimiento sombrío y todo de nuevo, pero nunca les habla de la abuela.
El huerto revive bajo la atenta mirada de Agustín y la Feli, Tiburcio y la Rosa vuelven a sonreír.
- Es como antes, sólo que no está ella.
- Ya vendrá Tiburcio, ya vendrá, mientras tanto nosotros tenemos que cuidar la fruta que está por madurar.
- Se pondrá muy contenta cuando vea a los pájaros asustados y lejos de sus peras maduras.
III

Es una noche serena, limpia, estrellada, por entre los rayos de luna plateada, conversan la Rosa y Tiburcio, recuerdan los hermosos días que pasaron bajo el Romero Castilla, la frescura del agua de las acequias y las caricias de la abuela. La luz de la luna los alumbra a media, se ponen inquietos, no pueden dormir, la vida nocturna se ha hecho presente más profunda que nunca, los Buhos y los Tucareré van en busca de roedores, los murciélagos vuelan en círculos constantes y ciegos, una culebra se arrastra con precaución para sorprender a su presa y el arrullo de un pichón se hace sentir desde los palomares.
- Rosa… ¿Escuchas ?
- No… nada.
- Es una voz que nos llama desde el romero.
Guardan silencio, se toman de la mano y observan por entre los rayos plateados de la luna y las sombras de las higueras. Están atentos y nerviosos, por sobre el propio ruido de la noche se escucha una voz.
- Si, ahora si la escucho, ¡es la voz de la de la abuela!
- ¡Tienes razón, ella ha vuelto y nos busca, me debe traer el pantalón nuevo!
- Tiburcio… Rosa. ¿dónde están, hijos míos ….?
- ¡Aquí , abuela, aquí en el pimiento sombrío!
- ¿Porqué tardaste tanto en venir a vernos?
El silencio se confunde con la noche, se escuchan dos abrazos prolongados, risas cómplices y una conversación en voz baja.



IV

Agustín se despierta, es media noche, observa el techo de su rancho, un rayo de luna se filtra por un hoyo abandonado de un clavo perdido y oxidado, agudiza su oído y trata de escuchar más allá del silencio.
- ¿Que hora será? - piensa.
Trata de dormir nuevamente, pero en medio del silencio cree escuchar una conversación, es un coro de voces lejanas, que vienen y se alejan, no puede ubicar el lugar exacto de donde provienen, siente el impulso de encender la vela, pero se arrepiente, en medio de la oscuridad se viste rápidamente y sale decidido en dirección del murmullo que lo lleva hasta el huerto, atraviesa la pirca, se tropieza, mete un pie en la acequia, se afirma de las ramas de un palqui y se salva de una caída. Guarda silencio, siente que la conversación se aleja, una risa en la oscuridad más allá del huerto, junto con los trancos de una mula cansada, parecen ir por el camino polvoriento.
Agustín se detiene, el cielo está encendido por miles de luceros brillantes, se encuentra debajo del pimiento, instintivamente observa a su alrededor, allí debería estar la Rosa y Tiburcio, no los ve, los busca, no los encuentra en el pimiento , tampoco debajo del romero, va al pozo está vacío.
- Debe ser una mal sueño - pensó - volveré mañana, puede que algún zorro se los haya llevado hasta su cueva.
Regresa al rancho y va dejando atrás una conversación fantasmal que se pierde detrás de la loma.
La mañana está convertida en verbo, todos se relacionan con todos, animales, agua fresca, flores fragantes y multicolores, árboles, piedras, luz y viento. El arriero Agustín enciende el fuego, hornea el pan y revuelve los huevos. Abandona la cocina y se queda mirando hacia el huerto, desea ir, pero algo se lo impide, pasan algunos minutos, se da de coraje y a paso ligero llega hasta la pirca, con mucho cuidado la traspasa y busca a Tiburcio y a la Rosa no los encuentra, parecen haberse esfumados, no existe ningún rastro de ellos.
Agustín se saca el su sombrero desteñido y se rasca la cabeza.
-¿Qué ha pasado con la Rosa y el Tiburcio? ¿Quién se los pudo haber llevado? No hay huellas de zorros, que raro…
No se da por vencido y continúa la búsqueda, que finalmente lo lleva hasta el camino polvoriento, a un costado, junto a una pequeña alcaparra vestida de amarillo ve brillar un objeto, es un botón grande, rojo y desteñido, más allá, enredado en un retamo un delantal remendado y las pisadas de una mula que se pierden detrás de la loma.
Agustín, se queda pensativo, esboza una sonrisa, alza su mirada al cielo, da media vuelta y se encuentra con el huerto, lo contempla largamente, los pájaros juegan y picotean la fruta, las mariposas de flor en flor compitiendo con las abejas, un croar escondido, el agua brillante de las acequias, el Romero Castilla solitario, las higueras retorcidas, los perales y el pimiento sombrío...