viernes, 23 de mayo de 2008

El encuentro

La noche se venía oscura, el viento helado del norte arremolinaba a los amancay oscurecidos, sólo el reflejo de la constelación del sur permitía percibir levemente el camino angosto y serpenteante que conducía al arriero Agustín y a su pequeño hijo; el Chano; hasta su casa de barro que los esperaba pasada la loma.

El niño hacía esfuerzo por sostenerse de la mano de su papá y no tropezar con las piedras ocultas del camino, le costaba seguir el ritmo de los pasos del arriero y mantenía la vista apegada en el camino borroso, sentía miedo de la oscuridad, una pequeña curva los enfrentó a una quebrada poco profunda y vestida completamente de oscuridad, los palos negros se alzaban como figuras fantasmales que danzaban al compás del viento y a lo lejos la brillantes de dos pequeñas luces que se desplazaban lentamente, subían, bajaban y se detenían. El niño comenzó a temblar, el arriero le pasó su mano fuerte y callosa por el cabello y con amabilidad le dijo: “hijo no tengas miedo, es un pequeño zorro chilla que nos está observando, ese reflejo que parecen luces son sus ojos, es la hora en que los animales nocturnos salen a cazar, escucha con atención” se detuvieron y en medio del silencio y en la lejanía del desierto sintieron el canto de un Tucareré, un poco más lejano se percibir el aullar de un zorro Cumpeo, era un coro de gritos lejanos y lastimeros.

Al llegar a los pie del cerro el Aparejo sintieron el ruido de pisadas de una majada, Agustín se detuvo de nuevo, pero esta vez tomó a su pequeño hijo entre sus brazos, agudizó el oído para detectar con exactitud la dirección del ganado, su gran experiencia de hombre del desierto le indicó que se cruzarían en el portezuelo y también de lo que se trataba.

Hijo, escucha con atención lo que te voy a decir, esta noche vas a vivir una experiencia que seguramente nunca más se repetirá en tu vida, en este lugar, como en muchos lugares del mundo, existen seres, no se si serán divinos o no, pero existen y cada cierto tiempo en noches fría y oscuras como ésta, abandonan su dimensión para transitar por los caminos de los hombres, Ellos son los duendes y el que en estos momentos se aproxima es el duende bueno, ha vivido en esta serranía desde los confines del tiempo, quienes lo han visto dicen que puede ser el alma de un niño moro , otros confiesan que lo han visto convertir una piedra en una moneda de oro, lo cierto es que nunca deja verse la cara si por vergüenza o por miedo.

En medio de la oscuridad, Agustín, buscó una piedra para sentarse, sobre sus rodillas acomodó al Chano y esperó. A medida que se acercaba el tropel dos corazones empezaron a latir cada vez más fuerte. A una corta distancia empezaron a pasar sombras fantasmales, no emitían balidos, relinchos ni rebuznos sólo pisadas apresuradas, era una fila interminable, hasta que pasó la última sombra y más atrás una pequeña figura, llevaba en su mano derecha un candil, vestía una túnica blanca y su cabellera dorada como trenzas de oro caía sobre su espalda, lugar donde jugaban con el viento. El duende pasó muy cerca de donde se encontraban papá e hijo, su mirada se encontró con la mirada del arriero, fue un encuentro de miradas fuertes, sostenidas, sin vacilaciones ni miedos, mas bien parecían un mensaje de amistad. Sólo fueron segundos los testigos de este encuentro entre el duende y los arrieros, después el eco de las pisadas entre los peñascos y los cerros. Agustín aferró nuevamente la mano de su hijo y enfiló por el camino, detrás de la loma empezó a despuntar la luna llena y acarició al desierto con sus rayos de plata. A lo lejos se empezaba a divisar la casa del arriero, con sus corrales y pimientos, detrás el camino, la noche con sus animales nocturnos, el aullar de los zorros y el arreo del duende bueno.

[1] Julio Bordon Mercado, Santiago 21 de mayo 2008.