Miedo
(Julio Bordon Mercado)
Esta tarde esta para la Calchona,
decía mi madre; según ella en lo atardeceres como ese, las fuerza del mal
se agrupaban para salir a visitar a los
mortales y tener la posibilidad de atraer algún alma.
¿Qué particularidad tenía esa
tarde?, silencio, mucho silencio, los pájaros no se disputaban las ramas de los
pimientos, los cabríos habían bajado del cerro temprano y rumiaban echados en el corral, las bandurrias que
diariamente; que a esa hora viajaban ruidosamente hacia el horizonte; no
dibujaban su vuelo en un cielo grisáceo, los rayos de sol teñían tímidamente a
unas pocas nubes que se habían atrevido levitar sobreel desierto a esa hora.
Cuando las sombras de los cerros
empezaron a cubrir la majada, una bandada de tórtolas despavoridas emprendió un
vuelo desorientado. Una ráfaga tibia del viento sur empezó a intrusear por
todos los rincones de los ranchos, corrales y
huerto, dejando tras sí una enorme polvareda. Mi madre, nos tomó de la
mano y nos hizo la señal de la cruz, miró ansiosa al cielo, buscando, tal vez
el rostro de Dios.
Al viento volvió el silencio, la
última luz del día se extinguía rápidamente, mi padre encendió la lámpara a
carburo y atizó el fuego, las primera estrellas de la constelación del sur se
dejaron ver brillantes entre el manto oscuro de la noche. Los arrieros
compartieron el último mate de leche del día y en familia se dispusieron a
dormir. Sólo habían pasado algunos
minutos cuando desde el portezuelo llegó un grito agudo y desgarrador de una mujer,
es la Calchona; dijo mi padre; y de un soplo apagó la tímida llama de la
lámpara. Con mi hermana nos echamos a los brazos de nuestra madre, nuestros cuerpos empezaban a tiritar,
sentíamos miedo. Mis padres nos acogieron en un abrazo fuerte y dividido, nos pidieron
silencio. El grito se empezó a transformar en llanto. Llanto que se mezcló con
el aullar de los perros.
Mi madre en voz baja empezó a
rezar un Padre Nuestro, afuera el viento
volvió a soplar, esta vez con más furia, daba la impresión que pronto volarían
las esteras y fonolitas de los techos, las ramas de los pimientos empezaron a
ceder, romperse y caer a tierra, después, fue el turno de las higueras y de los
perales. Nosotros seguíamos tiritando de miedo, mi padre nos tomó y nos explicó
que afuera se estaba librando una
batalla entre fuerzas del mal y el bien, debíamos rezar para que la naturaleza
fuera la vencedora.
Poco apoco se fue calmando el
viento, lo que nos permitió escuchar con más claridad el coro de voces
fantasmales, denotaban pena, angustia.
Voces de adultos y llantos de niños, con el aullar de lejano de los perros y de
los chillas fuimos vencidos por el sueño.
Un rayo de luz que intrusamente
se filtró por entre un clavo oxidado alumbró el rostro de la familia, afuera un
gallo entonaba su canto sostenido, las gallinas
cloqueaban y las mariposas se posaban sobre los gladiolos en flor,
cuando salimos del rancho nos recibió un día luminoso con bandadas de yales,
tengas y zorzales que se peleaban las ramas de los pimientos higueras y perales
intactos.
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